domingo, 24 de enero de 2010

A Lucía y a todas las Lucías que en el mundo han sido.

No podía marcharme del pueblo sin despedirme de Lucía. La conocí allá por el cuarenta y nueve cuando los días transcurrían para mí grises y monótonos, cuando algo tan simple como ir a tomar el sol llevando a mi pequeño en su cochecito, constituía romper esa rutina.


Lucía vivía en una vieja casucha rodeada por una huerta a las afueras del pueblo, y yo buscaba diariamente uno de sus árboles para recibir el regalo de su sombra. Me sentía bien allí tejiendo una nanita para la hija que esperaba mientras ella remendaba ropa de cama. ¡Qué labor artesanal la de aquellas manos incrustando la pieza perfectamente cuadrada en la blanca sábana!


-¿Qué pasó ayer, que no vino? La eché de menos -me decía cuando por alguna causa yo faltaba a la diaria cita.


También yo extrañaba su figura encorvada -más por las penas que por la edad- siempre envuelta en negros ropajes y su rostro plagado de surcos en el que destacaban unos ojos hundidos en las cuencas; eran unos ojos que cuando los mirabas te cosquilleaban en el alma.

Como en los pueblos se sabe todo, antes de que me lo contara, yo conocía el caso de su única hija, una hermosa niña que a los doce años fue víctima de estupro por parte de un viudo acomodado al que la pequeña hacía recados. Todo el pueblo se "hacía lenguas" refiriéndose a la suerte que había tenido después al enamorarse y casarse con ella un rico industrial andaluz afincado en Barcelona.



Cuántas cosas me contaba Lucía de su hija...de lo feliz que era... de su precioso nieto de dos años... de lo bien que vivía, "que no le falta de a la pobre después de lo que le pasó..."




Pero aquella mañana a la hora de despedirnos la encontré triste y con ganas sincerarse:




-No es cierto que mi hija sea feliz, nunca ha "tenio" suerte la pobre. Mi yerno no la deja que venga alguna vez al pueblo para que conozcamos al pequeño. La mentí cuando la dije que vivía como una reina, su marido la pega casi"tos" los días y la llama puta temprana... Pero cuando ya quisiera morirme, es cuando mi hombre vuelve de la taberna como una cuba y al verme llorar me dice: "Te está mu bien empleao por haber sido una alcahueta dejando a la niña hacer recaos..." Como él siempre ha "estao" enfermo para trabajar y sano para beber, a la casa solo entraba lo poquito de la chiquilla y lo mio, que me he "dejao" la salud por esos campos de Dios...




De sus ojos no salía ni una sola lágrima. Debía de haber derramado ya todas las del mundo y por eso ahora permanecían secos; pero sus manos arrugadas y callosas, temblaban y se retorcían impotentes.




No he podido borrar de mi mente la imagen de aquella mujer unida en la desgracia a la de su hija que nunca conocí. Ha pasado medio siglo y el recuerdo de nuestra despedida se conserva tan vivo en mí, como si hubiera sucedido ayer.



Cuántas veces he pensado en lo triste que era ser mujer en el puerco mundo de aquella época...


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